Bárbara Sánchez Ramos
Año 1996. Chuck Palahniuk, licenciado en periodismo, trabaja como mecánico en la compañía de camiones Freightliner. Durante los descansos de su jornada laboral, Palahniuk saca una libreta del bolsillo de su pantalón y comienza a escribir sobre la generación perdida. Su generación perdida. El resultado, una novela apocalíptica sobre esclavitud consumista y jóvenes que se reúnen en oscuros sótanos para descargar su frustración existencial a base de puñetazos. Las reglas son simples: dos hombres, una pelea cada vez y nada de camisas ni zapatos. Si es tu primera vez en el club de lucha, tienes que pelear.
Club de lucha comienza con el relato de la vida de un personaje gris, con un trabajo gris, una rutina gris y una casa directamente sacada de cualquier catálogo de Ikea. Sus días transcurren inmersos en una soporífera monotonía. Hasta que conoce a Tyler Durden. Fabricante de jabones, proyectista que se dedica a intercalar fragmentos de cine X en películas infantiles y camarero boicoteador de grandes cenas empresariales, para más señas.
Juntos, crean una red clandestina de peleas que se extiende a lo largo de todo el país. Jóvenes preparados que se reúnen cada fin de semana en sótanos y aparcamientos lóbregos con el único objetivo de descargar puñetazos sobre un desconocido. Todo para regresar los lunes a su oficina, con las marcas de la pelea en su rostro, una sonrisa interna e invadidos por el poder embriagador de haber desafiado las reglas establecidas.
Pero lo que empieza como una simple pelea en el parking de un bar tras una noche de borrachera —un desafío tan inútil como violento a la monotonía de su vida— se convierte en un fenómeno imparable sobre el que rápidamente el protagonista pierde el control. Poco a poco, Tyler comienza a dictar su vida. Tyler, con sus discursos apocalípticos y su indiscutible carisma, es todo lo que el protagonista desearía ser y no es. Las peleas clandestinas dan paso a una espiral incontrolable de acciones anárquicas y violentas. Ataques contra bancos, boicots a grandes reuniones de empresarios. Lo que sea. Todo vale. Todo lo que salga de la boca de Tyler Durden, vale.
El hábil retrato de una generación vacía, salpicado de frases memorables en boca de Tyler Durden, y la adaptación cinematográfica de la mano de David Fincher (Seven, La red social), Brad Pitt y Edward Norton, han elevado este relato apocalíptico y gamberro a la categoría de obra de culto.
Pero Club de lucha no es la típica novela para matar los ratos muertos o para leer en el metro. Aunque solo sea para no escandalizar al que se sienta a tu lado y, de vez en cuando, echa un vistazo por encima de tu hombro.
Adentrarse en el universo Palahniuk requiere de cierta preparación mental. Su estilo no es fácil de digerir, y tampoco pretende serlo. Muchas de sus páginas se adentran sin reparo en el terreno de lo morboso, rozando incluso lo escatológico. Pero Palahniuk, maestro de la provocación, es capaz de narrar la escena más cruda y provocar asco y admiración a partes iguales. Su lenguaje es limpio; pero no en el sentido políticamente correcto, sino limpio como el cirujano que, en mitad de una operación, es capaz de explicar con precisión y sin la menor emoción el tajo que está realizando, simplemente porque el cuerpo que tiene delante no es más que su herramienta de trabajo.
Para Palahniuk, las palabras son su herramienta de trabajo. Crudas, morbosas, francas. Lo que sea necesario en cada momento. Sin el menor atisbo de censura y sin rastro de eufemismos. Lenguaje clínico con el que construye novelas que mezclan la provocación y la crítica salvaje contra la sociedad actual.
Si eres un firme defensor del statu quo, puede que hasta te sorprendas de lo fácil que es identificarse con el mensaje que lanza Palahniuk con su primera novela. Y recuerda, la primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

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